Un cuarto cuyo decorado no recuerdo. Una ventana hacia el tejado. Por ella salí, ataviado de pijama, pisando cautelosamente la superficie de teja. Me acercaba poco a poco a la ventana opuesta que, una vez adentro, daba hacia unas escaleras transparentes. Aquélla tenía vista al patio, donde el tejado era más estrecho; uno podía caer a la piscina si no se tenía cuidado. ¿Adónde iba? ¿Por qué decidió ir al primer piso a través del tejado? Bueno, tenía miedo de que ella me viese, por eso decidí tomar esa ruta. Una vez en la ventana, me adentré a la casa, pero... ¿Cómo explicarlo? Imagínese un ducto, como esos en lo que los espías suelen infiltrarse, con esto me refiero a que eran cuatro paredes amarillas que descendían unos siete metros hasta quedar a dos metros de las mencionadas escaleras —es ilógico, lo sé, pero jamás suelen ser muy cuerdos—. Abrí mis piernas como un compás para apoyarme en las paredes sin mucho esfuerzo. Entonces, a mi izquierda, ella estaba ahí, cocinando. Con una tranquilidad atada a la costumbre, me vio tras esos lentes que embellecen sus ojos taciturnos. Sonreías.
—Buenos días.
—Hola.
—¿Gustas desayunar?
—La verdad es que llevo prisa.
Agarraste la sal que estaba enfrente de ti, en el marco, —¿acaso esa cocina no era sino otra venta sin su vídrio?—, se la echaste a esos huevos fritos. Empezaré a bajar por las paredes.
—Espera, deseo preguntarte algo —de un brinco, y en una posición opuesta a la mía te acercaste a mi cara. Mi pecho se colapsaba; tenía unos deseos horribles de que cayeras y te desnucaras al filo de las escaleras.
—¿Acaso sabes algo sobre las clases de...? —por supuesto que no te escuchaba con claridad, quería que te alejaras. Por mi aliento mefítico, por mis babas que salpicaban con cada sílaba que intentaba pronunciar. Tus piernas que se cruzaban con las mías. Alucinaba tu cara de repudio cuando hablaba... Pero no te alejabas, no te alejabas.
Un cuarto en el primer piso, velas para los santos en el tocador. Una puerta hacia el corredor. Unas escaleras por las cuales bajé, vestido con un traje carmín. Pisando con sigilo los zoclos de cristal. Bajaba en espiral con destino a no sé dónde. Tras muchas horas de camino la fatiga me obligó a sentarme en un charco —sí, llovía—. Cuando escuché un grito dual de horror y luego un triturar de huesos, me levanté y corrí hasta donde las nubes hacían hueco. Estaba nevando pimienta por encima de un cadaver. Ahí estaba, algo muerto, con un hálito púrpura saliendo de sus labios. Tenía unos lentes, una pijama y una mirada triste. El cielo reverberaba una conversación, relámpagos de caricias, tormentas de ósculos. En el ambiente, un tufo de un desayuno a medianoche.
No sé si caímos. En un cuarto tenuemente iluminado por vaya a saber usted qué luz, estaba una silueta de un hombre sentado en una silla. Levantaba su mano y en ella tenía un trozo de vídrio, no, era un espejo que quizás alguna vez fue parte de las ventanas. Con sus ojos, vi el reflejo. Mi cara borrosa, unos ojos sin iris ni pupilas. Y partió el trozo, chorreando sangre de sus dedos y esa imagen de nosotros frente a frente, el limbo de un beso, como una foto partida a la mitad —besábamos las islas de aire, de las moscas, la basca y las larvas—.
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