2009-02-28

El Conejo de la Campiña (cuento para niños)

El manto nocturno se posó sobre el cielo azul y los búhos ululantes anunciaban que la noche había llegado a la campiña. Lydia se preparaba entonces para irse a la cama, pero su rutina se había vuelto aterrorizante desde hace dos semanas.

¿Por qué se había vuelto escalofriante? Oigo a unas vocecillas inquietas preguntar. Bueno, queridos espectadores, se debe al Conejo de la Campiña que merodeaba en el patio de la casa de la joven Lydia.

Ella lo veía diario a través de la ventana de su cuarto, o al menos creía ver su sombra. Su cabeza se parecía a la de un conejo, de su sombrero salían dos orejotas y su cuerpo tan grande como el de un hombre tamaño medio, cargando una guadaña gigante en su espalda. Se pasaba las horas merodeando entre los matorrales y las mazorcas. De vez en cuando se paraba en medio de un sembradío como si viera al cuarto del segundo piso de la cabañita — donde dormía Lydia —; su cara peluda suavemente iluminada por la luna blanca descubría unos ojos rojos como cerezas. Esto asustaba mucho a Lydia y de inmediato corría hacia su cama donde se tapaba todo el cuerpo con toda cobija que encontraba.

Todos los días era lo mismo: noche, búhos, cuarto, ventana, el conejo, muchas horas Lydia contemplando la campiña y el sembradío, los ojos rojo sangre, Lydia corriendo a la cama sin poder dormir en toda la noche, pensando en la criatura.

Por las mañanas, cuando el gallo cantaba, la pequeña se apresuraba hacia el cuarto de sus padres, subía de un brinco a la cama y les contaba lo que había sucedido. Como buenos padres… no le creyeron. — Es sólo tu imaginación princesita, no hay nadie merodeando la campiña— le decían fastidiados. Pero Lydia sabía que algo existía entre la vegetación del sembradío, surcando la campiña, y tarde o temprano iría por ella, y sólo Dios sabe qué pasará después.

Una noche, Lydia no se asomó por la ventana, y acostada en su cama se empeñó en dormir. Entonces sucedió, alrededor de la medianoche alguien tocó a su puerta, — toc, toc, toc, ¿todos en casa? — dijo una voz aguda como la de un enano. Lydia gritó — ¡mamá, papá, él está aquí, se los dije! — pero nadie respondió, sólo el visitante. — ¡Oh!, mamita y papaito salieron a cenar… bueno, en realidad los invité a una suculenta cena en mi madriguera, sólo faltas tú—. La pequeña se preocupó por sus padres y preguntó — ¿Quién eres? —. La voz contestó —Tu amigo de la campiña, al que ves todas las noches. Por cierto, hoy me sentí triste y preocupado porque no te vi en la ventana, por eso vine a verte, quería saber cómo estabas. Tus padres me recibieron con mucho gusto cuando toqué la puerta, así que en agradecimiento los lleve a cenar, sólo que olvidamos llevarte, créeme… fueron deliciosos… digo, valiosos compañeros… je je je— rió bruscamente la criatura.

Lydia se dirigió, impulsada por el miedo, hacia la ventana. — ¡Aléjate! — dijo con pavor la niña. — Por favor querida, abre la puerta para llevarte con tus papis — ahora una voz ronca habló y la perilla de la puerta hizo un clic, giró y dejó que la puerta se abriera. Detrás de la puerta, una sombra familiar, y de esa silueta lo único iluminado por la luz era la pata de un conejo.

La pequeña saltó por la ventana sin pensarlo y cayó de pie en el tejado, torciéndose el tobillo. Luchando contra el dolor y sin voltear, bajó por una escalera recargada en la orilla, pisó la tierra del sembradío y se adentró entre las mazorcas con el deseo de perder al monstruo. Por más que corría, sentía tras ella a la criatura, respirando agitadamente, y diciéndole al oído: “Vamos pequeñuela, cenemos, ¡cenemos!”.
Lydia tenía miedo de voltear, y su tobillo hinchado chillaba de dolor. Sentía que había corrido por años, y la voz insistente, rápida, cada vez más cerca escupía: “Cenemos, cenemos, ¡te comeremos!”.

De pronto una nube tapó a la enorme luna en el horizonte y todo oscureció. Lydia empezó a caminar mientras lloraba sin consuelo, — papá, mamá, ¿dónde están? —. Así como vino la nube se fue, y a lo lejos el conejo apoyaba sus manos en su enorme guadaña, la mitad de una zanahoria estaba enterrada a su lado, y la criatura con sus ojos brillantes escarlata veía a la joven. Enseñando sus afilados dientes delanteros, y con una sonrisa malvada dijo — bienvenida a mi madriguera — Lydia quiso gritar pero no pudo. Una mano salió de la tierra, torciendo los dedos al aire, se movía poco a poco con dificultad… era la mano de papá. —Estofado de papá con zanahoria, jo jo jo jo ¿captas? —dijo el conejo, mientras su voz maligna se propagaba a través de la campiña.

Lydia despertó en su cama, sudando frío pero sin lesión alguna. Los pajarillos y el quiquiriquí del gallo anunciaban la mañana. Toc, toc, toc en la puerta y la pequeña saltó de la cama, la puerta se abrió lentamente… ¡eran sus padres, sanos y salvos! Lydia se abalanzó hacia ellos pero se detuvo, — ¡Feliz cumpleaños Lydititita! — ellos dijeron con alegría, y el padre de Lydia traía una jaula pequeña en su mano. A que no adivinan qué traía en la jaulita… ¡un conejo! Conejito, conejillo, conejititito, peludito y bonito el conejito. Ella se quedó estupefacta mirando al animalito que parecía una bola de pelo con orejotas y esos ojos, rojos como cerezas y la sangre escarlata.

—Baja a cenar querida— oyó decir a sus padres decir mientras cavilaba. — ¿Cómo, cenar?— se preguntó. El pequeño conejo dijo — sí, cenemos, ¡cenemos! —.

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