Todavía no me atrevo a nombrarla...
El párvulo se mece como la trémula hoja del árbol otoñal. Su cabeza tapada por una frazada. Tiernamente depositado en una silla suspendida al aire. ¿Qué ves niño? ¿Qué de maravillas se te presentan en tu rutinaria muerte? La mano de tu abuelo —mi padre— empuja tu columpio y te brinda el vaivén del péndulo. Eres el tiempo encarnado, la guadaña que cercena el pecho del prisionero, eres el vértigo del que está a punto de caer. En tu silencio todo calla, todo se apaga cual serpenteo del instante y luego rechinan las cadenas que jamás han de contenerte mientras fulgure tu semblante. Viva imagen del niño que asesiné; con mis manos de joven sofoqué su vientre onírico. Ésta la apatía, la otra miedo, con ellas te troné el pescuezo.
Ella lloró ese día, porque se percató que dejaba de ser una princesita. Ahora es la reina que contempla el reflejo de lo que fue su dulce amante.
Crecimos amada, crecimos, pero no temas, nuestro hijo está próximo a nacer. Acabó el ritual. Preñado tu vientre de cristal. Un ejército de párvulos nacerá al trinar de los cuervos y en la batalla reirán ante los cañones que los desmiembran. No pararán de cantar, no pararán ni al palidecer, seguirán con su enconado himno hasta el amanecer.
[Cuando los demonios hablen como ángeles, la brecha será ruptura... Niño-yo, te regalo un reloj de bolsillo y así te ato a la fatalidad del tiempo.]
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