2010-10-07

Justa

No sé ni qué pensar cuando recuerdo aquel día. Es obvio que ninguna persona tiende a recordar un evento al igual que su semejante ni mucho menos comprender un fenómeno de la misma manera. Unos dirán que fue un suceso inaudito, otros que forma parte de lo cotidiano, y también habrá quien no le preste importancia alguna. No sé, yo sólo estaba de paso.

Alrededor de las dos de la tarde, pasaba por la facultad de derecho con usual indiferencia de lo que acontece por esos lares ya que siempre debo llegar al estacionamiento vía la explanada del inmueble. En esta ocasión, me llamó la atención ver, en medio de la explanada, unas cintas amarillas con letras negras como se acostumbra en una escena del crimen. Cuando me acerqué un tanto curioso, ella estaba tapada con una bolsa negra de plástico, allí, de pie todavía, como bulto de basura. Me consternó un tanto lo que veía, incluso voltié a mis alrededores por si algún perito estaba cerca para empezar con el recuento de los daños. Nada había. Nadie prestaba atención. Hice lo más apropiado en ese momento, es decir, me retiré de allí porque no pensaba rendir cuentas por un evento que, en lo personal, no me incumbía.

Un par de horas después, ya que había acabado con lo que me era menester, regresé sobre mis pasos sin siquiera recordar lo visto por la mañana. No es de extrañarse que me haya sobresaltado cuando noté que los cordones ya no estaban y una base cuadrangular de concreto había sido construida. Pintada y adornada con moños rojos, arriba de la misma, estaba no una bolsa negra sino un lino blanco que -asumí- envolvía a la occisa. Alrededor de la base, cuellos blancos, sonrisas cínicas, risas cual estruendo, manos con copas de champagne, labios con cigarrillos y puros, sílabas que articulaban secciones, artículos, murallas de algarabía, llaves para ultrajes legales.
Imaginé un encabezado: Joven ciega es asesinada a plena luz del día en la explanada de la facultad de derecho. Y luego la noticia: cruento día para los abogados y jueces. Truhanes, malandrínes y tiranos celebran. Y yo pensando: ¡qué ingenio, qué humor el de estos pelagatos! ¡Y ahora, ni más ni menos, un cocktail! Como los que se han de dar los criminales de gala que dirigen a este país.

Mi mente dio vuelcos en esos cinco minutos que me quedé contemplando aquella turba y no pude más que retirarme cuanto antes. Una vez más, no quería tener nada que ver con todo ello. Imaginé, mientras caminaba por la universidad, la ligereza con la que todos esos individuos privaban vidas, sin remordimiento alguno, todo en pos de llenar sus bolsillos de bienes vacuos y de asegurarse la comodidad de un imperio con cimientos de vísceras y huesos. Presenciar eso fue mucho más para mí, vi el cadaver de la justicia, vi su funeral y su resurrección falsa pues sólo fue reemplazada con otra estatua como si en realidad los ideales fuesen un proceso de sustitución. Y en realidad lo son.

Ya entrada la noche, decidí pasar otra vez por ese lugar. Iba platicando con un amigo y sólo miré de soslayo hacia donde estaba la explanada. Una silueta se veía a traves del lino blanco, ahora repleto de enormes manchas de vino. No dije nada a mi acompañante y seguí hablando con la mejor de las naturalidades pero debo confesar que en ese momento tuve la certeza de que nada sería lo mismo cada vez que pasara por allí. Es que Temis siempre tuvo precio. Temis es inmortal y da lo mismo si tiene semblante de Diosa o de ramera. Porque su estandarte no es la espada que mata a la serpiente, ni la venda, ni siquiera la balanza sino las monedas que ésta pondera para dar favor a sus mejores inversionistas. Y por supuesto, tenía que ser mujer, la subyugada, la pasiva, la vendida, la esclava eterna del hombre… Me sentí inquieto. Me excuse y corrí hacia la explanada, retiré el lino y la bolsa que cubrían a la nueva estatua de bronce cuyos ojos tenían un matiz tan melancólico que parecía decir: si he de cargar esta balanza y espada, por favor, vuelvan a vendarme los ojos. Quise empuñar la espada y cortarle la cabeza o siquiera nivelar la balanza pero no pude más que apretar con mis pulgares sus ojos con el afan de que jamás pudiese volver a ver lo que haciamos en honor a su nombre.

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