Ya no tenía esperanza de siquiera alcanzarlo, sin embargo, no detuve mi paso hasta que vi la pequeña avioneta que el cabroncito siempre usaba para sus viajes. Pude apreciarlo con mirada de vaivén agitado: corte de pseudo intelectual, la gomina de sus hebras crespas, sus Ray-Ban estilo aviador, su bigote que hasta la fecha mantiene cual hermosa guarnición para su nariz de borbotón, sus labios pierrotescos, delgados, y su esencia de hiel. Su perfil antes lozano ahora un tanto gafo... Y ese bigote...
—Seis en punto... —hubo un largo silencio de mi parte. —¿No preguntarás quién habla?
—¿Hace falta? Imposible olvidar tu sonsonete.
—Me encantaría si vinieses, hace tantos años que no sé nada de ti ni de tu viejo. Por cierto, ¿cómo está?
—Que te dén por el culo.
—Vaya boquita. Y pensar que a ti te...
—Cállate hijo de...
—No cuelgues, por favor... Mira, estoy de regreso en la ciudad pero pronto emprenderé un viaje cuyo destino no quisiera revelar, lo único que debes saber es que jamás regresaré.
—¿Y eso a mí qué me interesa?
—Bueno... Pensé que podría verte antes de que parta.
—¿Te remuerde la consciencia?
—No tanto como a ti.
—¡Ja! No estoy para aguantar tus estupideces... Por mí nunca regreses.
—Es en serio... —volví a guardar silencio. —Hangar sie... —desconecté el teléfono, la línea estaba entre mis dedos crispados.
Siempre de traje a la medida, ya sea azul o gris sin corbatas, con camisas blancas que dejaban entrever sus bellos. Jamás he visto sus ojos, nunca vi que se quitara sus lentes, bueno, excepto esa vez... Después no quise que se los quitara en mi presencia, se lo pedía de la manera más controlada que pudiese y él sólo asentía en silencio mientras seguía sus esporádicas charlas con mi padre.
—Gracias por encargarte, en serio, bien sabes que desde que emprendí este negocio no tengo tiempo para compartirle.
—Bueno, por eso ni te preocupes y si quieres también le hago el favor a tu mujer.
—No hace falta, de eso me encargo yo en las noches.
—Lástima...
—Ja ja ja, grandísimo cabrón, bueno, mientras te hagas cargo de lo otro tendrás mi gratitud pues no me gustaría que creciese sin una figura paterna.
—Ya sabes, siempre tengo tiempo de sobra, además, para mí es un placer Artemio, compadre.
Sólo cuando llegué jadeante por la premura volteó hacia donde estaba, no sé si era sudor o lágrimas lo que tenía en las mejillas. Lo mío sí lo eran; el calor estaba insoportable... ¿Sudor? Su sudor...
—Has mejorado bastante
—Gracias, señor Octavio.
—Epa, ¿cuántos años tenemos de conocernos y me sigues diciendo señor?
—Desde que tenía tres, señor.
—Fuera las formalidades entonces, puedes decirme Octavio, a secas.
—Muy bien, seño... Octavio.
—¡Eso! ¿Quieres que te enseñe cómo mejorar tu saque?
—¡Por favor! —después de varios intentos lo logré, saltaste de la emoción y me abrazaste, no nos soltamos hasta que llegó mamá...
Lo recuerdo con demasiada claridad: el paisaje deliciosamente cruel y conmovedor, tanto que estuve fuera de mí durante varios minutos y pude vernos con los ojos de un tercero. El sol cortado a la mitad por el concreto, el cielo se quemaba y nadie se daba cuenta, nosotros cara a cara como dos osamentas incineradas frente a un horizonte que se cubría de noches. Cuando regresé a mis cabales, él ya se había quitado los lentes, me miraba como quien ve a un crío... No, esa mirada fingía pureza pero ya estaba corrompida por algo que no ha de tener nombre.
—No te quiero ver más, Octavio
—¿Qué dices?
—Me perturba verte.
—Sé a qué te refieres, a decir verdad, para mí también ha sido demasiado difícil.
—Te aprecio, viejo, pero ya me has enseñado lo que pudiste.
—Sabes que nunca tuve descendencia...
—Pues yo tampoco formo parte de ella, tú no eres mi padre y aunque lo fueses esto no deja de rayar en lo mórbido.
—Al menos practiquemos una vez más, como solíamos hacerlo hace un par de años.
—Tengo demasiada tarea del liceo...
—¡Excusa más barata no he oído!
— No tienes nada qué reprochar, por favor no insistas Octavio, no pienso seguir con esto, temo no poder...
—Seis en punto, ya sabes dónde.
Debimos haber jugado al menos dos horas, sin dirigirnos la palabra, concentrados en la pelota, distribuyendo nuestras energías. Desde entonces entendí qué era perder el conocimiento porque sólo recuerdo la rigidez de un barco, la versatilidad de su velamen, forcejeos de un náufrago, la profundidad del mar y sus cantos submarinos, sales, olas abatiéndose las unas a la otras y luego el gemelo de la mar: el cielo. Ésa fue la última mañana que le dediqué...
—Esto así debe quedar, no tiene caso echarlo a perder. Gracias por venir...
—Te dije que jamás te los quitaras...
—Lo siento, pero ya oscureció y quería asegurarme de llevarme una imagen nítida de este momento.
—Ya no puedo más, debo decirlo sino voy a enloquecer. Te lo juro, no podré seguir viviendo así, hay personas que deben saberlo...
—Me parece bien.
—Esto es cosa de dos, Octavio, no puedes irte.
—Debo partir, ya vamos atrasados. —dio media vuelta, subió por la escalerilla y antes de entrar a la avioneta le pasó un fajo de billetes al piloto quien al recibirlo se metió presto a la cabina. No podía moverme de mi lugar, muchos sentimientos benignos y adversos dieron batalla en mi pecho.
—No te vayas...
—Adiós... Te prometo que ya no te daré problemas. —ni siquiera noté cuando el equipo de aviación cerró la puerta, retiró la escalerilla y encaminó a la avioneta hacia la pista, un joven empleado me dirigió hacia el hangar. El avión estaba a medio vuelo cuando salí de mi trance... Ésa fue la última tarde, la última noche que le dediqué.
—¡Ojalá se estrelle tu puto avión! —Y así fue...
Papá puso cara de quien se ha enterado que la muerte viene por sus huesos y la esposa de Octavio azotó cual costal a un lado del balaustre. Ahora sí parecía duelo bajo el silencio sepulcral de los presentes..
—Y bueno... Extrañaremos al viejo Octavio.
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