Me la paso describiéndome. ¿No es acaso mi labor describir lo que está a mi alrededor? Sin embargo, lo que veo, ¿acaso no soy yo? ¿Acaso no eres tú?
Las ventanas de tu alma sólo dejan pasar ciertos fragmentos de luz. Lo que se ilumina dentro de nuestra alcoba no es, ciertamente, lo mismo que yo percibo. Mis ojos son obstinados, si esta luz es ocre, aquélla, para ti, es índigo. Si en tu cama hay sábanas de seda, las mías son de algún compuesto sintético. Si tú roncas, y te despiertas con tus ronquidos, yo no puedo más que arrullarme con esa sílaba distorsionada.
¿Y no sigue siendo, acaso, el mismo cuarto, el mismo cuarto donde nos damos a morir? Siguen siendo las mismas paredes asimétricas, parte ínfima de la misma pichonera que nos facilitó, con la insignia de la vacuidad, nuestro amo y señor. Pero deja eso, olvídalo, si hay ropa tirada en el suelo, si hay musas diminutas estrelladas en la alacena, si la alfombra es tersa y te lacera, si el agua, si la luz, si el alquiler nos muerden los bolsillos, es lo de menos, porque esos detalles superfluos para ti son la basura del mendigo.
A mí lo único que me llama la atención es que no me encienda al tocarme como cuando te acaricio. Porque, sí, lo pienso seguido, tú no puedes ser más que una extensión de mis labios. Tú no puedes ser más que mis brazos deseando ser ajenos. Quizá me equivoco. Quizás eres el ideal, el misterio que añoran mis vísceras o el impulso primitivo justificándose al contemplarse absorto en la superficie de lagos, lagos que son espejos.
Me fascina esta dualidad, ¿o será la pluralidad? Ser el altar y la fosa común, el hielo y la lava, la nube y la tierra, el vino y la sed, la semilla y la hoz, la fiesta y el sepelio. Es la hora, el minuto, el segundo del otro que, siempre esquivo, siempre añorado, nos llama por su nombre, por mi nombre, por nuestro nombre. Y esto que digo, ya se ha dicho, ya se ha vivido, nos hemos desangrado los unos a los otros por ello. No es nuevo, es cíclico, infinito, y, más que nunca, fragmentado. La única diferencia son las disposición de palabras, las mismas palabras, quebrajadas, arrugadas, ancianas, que, bajo la lengua y su saliva, parecen jóvenes, vírgenes, perfectas. Aunque todos los vocablos se cambien de máscara, su piel sigue estando tatuada con el estandarte del tú y yo y un somos.
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